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SUJETO, PERSONA, TERAPEUTA Y PSICOANALISTA: 1. El simulacro de la persona y el terapeuta

  • Eduardo Gomberoff
  • 17 mar 2019
  • 3 Min. de lectura

La provocación la leo en el título de un Congreso de Psicología: “La persona del terapeuta”. Si la intención es entonces reflexionar acerca de la persona que soporta al clínico, suponiendo un ámbito compartido con aquellos que fundan su terapéutica, dejándose persuadir por la noción de salud mental, me adelanto a señalar una aporía, suerte de “parálisis, atolladero” (Derrida, J, 1998.), cuando mucho, una respuesta ya consignada en el título. Es bien conocida, por lo demás, la abundancia de respuestas - bajo el expediente de la saturación - en bocas que no saben de preguntas. La consigna estará siempre allí como efecto imaginario de una causa perdida: persona y salud mental. Habremos de asumir, no obstante, un espacio de coincidencia temporal que ubica al psicoanalista en el lugar del terapeuta y al Sujeto en el lugar de la persona; en resumidas cuentas se trata de un deslizamiento metafórico desde la persona del terapeuta a la incierta relación entre el psicoanalista y el Sujeto.


Sabemos que la noción de persona evoca la de máscara, un efecto de superficie que permite suponer, finalmente, una profundidad unitaria, un simulacro, la fundación de una sospecha como ley general del sentido común: tras la fachada habrá, siempre, algo ávido de ser - descubierto, visto, contemplado. ¿Y si allí no hubiese más que un vacío? ¿Si tras el develamiento se mostrara, ora un rostro, ora una pura figuración? De verificarse lo anterior, nos hallaríamos frente a un problema de envergadura, rozaríamos la no - existencia ontológica del terapeuta, y por añadidura, la imposibilidad del encuentro, de la dualidad, nadie atendería al paciente. Se trata, empero, de una suposición absurda, toda vez que el terapeuta no se ha formado para devenir nadie. Un mínimo de mesura nos conmina para seguir hablando de la persona del terapeuta, a fin de aferrarnos, cuando menos, al vértice imaginario que oculta la evidencia. Pero, si lo que nos interesa sigue siendo, aquí, la persona del terapeuta, si lo convocante es la urgencia de identidad que atraviesa el oficio, ¿a qué interpela este llamado sino a lo que está destinado a obedecer, acaso con exclusividad, la lógica del pre- constructo?


La constitución dividida de ambos conjuntos - del terapeuta como persona o la persona del terapeuta - presidida ahora por el estatuto de la unidad, habrá sido respuesta de un ser que se oculta tras la máscara a fin de proferir palabras llenas, denotativas, y decir lo que quiere. Es el campo de lo psicológico por antonomasia, su régimen de prioridades se sella con referencia a lo intersubjetivo, constituye un trazo que une dos yo (s) en alianza simbiótica con vistas a conseguir una adaptabilidad a toda prueba. En este horizonte, lo analítico se divorcia, por un lado, de los objetivos comunes a la psicología y a la medicina psiquiátrica integrados , en tanto disciplinas, al paradigma de la salud mental. Nos enseña, por el otro, que pervive en el sujeto humano un resto que permanece irreductible a cualquier intento de adaptación plena. Se trata de una voluntad cabalmente subversiva. Contrario sensu, suponer que el Sujeto puede definirse exacerbando su adaptabilidad, habrá de legitimar el control que ejerce sobre su entorno; ha lugar la dictadura del empirismo contra la que se yergue el discurso psicoanalítico. Visto así, este estado de cosas y su desplazamiento posterior, ya podemos entre- ver el avance de una tarea ingente.



Referencias


Derrida, J. (1998) Aporías. Morir - esperarse en “los límites de la verdad”. (Trad. C. De Perreti). Barcelona, España: Paidós.

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