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SUJETO, PERSONA, TERAPEUTA Y PSICOANALISTA: 2. Estilos de vida ¿del analista o del terapeuta?

  • Eduardo Gomberoff
  • 17 mar 2019
  • 3 Min. de lectura

Existen los llamados estilos de vida, maneras de ser, convencionalismos, lugares comunes, etc., de los cuales el psicoanalista -él o ella- no logra eximirse. Lo imaginamos en actitud reposada, difuso bajo el humo perfumado de un buen tabaco de pipa. Al respecto Gustavo Etkin (1982), psicoanalista argentino, hace algunos años pero con certera vigencia, ironiza:


“No es difícil encontrar la imagen de psicoanalista normal - adecuado a cada contexto - en su vida cotidiana: genital, monogámico, sedentario (el aerobismo, últimamente no está mal visto; los más audaces llegan hasta remar y jugar tenis o golf los domingos). Del sillón al hogar, y del hogar al sillón. En las reuniones sociales comprenden y contemporizan con opiniones divergentes esforzándose en cumplir su misión de hacer tomar insight (cuando se arriesgan) sobre ambivalencias y partes buenas con sonrisa calma, serena y lechosa. La acción (política o deportiva, en cuanto a deportes violentos o peligrosos obviamente) despierta inmediatas sospechas de psicopatía. Neutro y maduro, demuestra así haber terminado su análisis o, mejor aún, su didáctico” (p. 162)


Organizada la escena de este modo, no se requiere de gran talento para incrementar el anecdotario, incluidos también, aquellos casos excepcionales orientados a revocar el curso normal de los acontecimientos. Persiste, no obstante, un elenco de rasgos de personalidad, un régimen identitario, finalmente una imagen de psicoanalista, cuya definición está avalada por un discurso teórico ad –hoc. Efectivamente, hay determinadas corrientes analíticas para las cuales el proceso de la cura pasa por la identificación del paciente con el yo del analista, si y sólo si - permítasenos señalarlo - éste haya integrado sus pulsiones parciales en una síntesis de eficacia genital, cuya prerrogativa más notable consistirá en haberse adaptado, bajo el expediente de la madurez, al principio de realidad. En otros términos, supone duelos elaborados que permiten establecer con el analista, una vez verificada la transferencia, una relación de objeto total. Completado el proceso, se impone un vínculo de objeto adecuado con la realidad; habrá de emplazarse allí por tanto, el reverso necesario para el reconocimiento de la propia ambivalencia teniendo en cuenta las partes buenas y malas de todo objeto. El lugar idóneo de esta peripecia adulta, a un tiempo que deprimida, estará reservada para quienes hayan realizado su análisis didáctico. Quien promueve genitalidades, integraciones y totalizaciones a través de un yo saludable, debe demostrar, a su vez, que es genital, integrado, y capaz de establecer relaciones de objetos totales. Toda vez que observamos en la persona del analista actitudes promiscuas, disociadas o francamente psicopáticas, podemos inferir que éste no completó su análisis y que, por tanto, no está en situación de recibir pacientes en psicoanálisis.


En consecuencia, pareciera ser, según lo anterior, que la práctica analítica no debiera quedar disociada del estilo de vida del analista, todavía más. No es inusual que el deber ser recaiga sobre su cotidianidad. Algunas sociedades psicoanalíticas incluso, se autorizan a esgrimir ciertas directrices morales al respecto; se afirma, por ejemplo, que el psicoanálisis posee en tanto ideología - cuestión muy discutible - un sistema de juicios de valor y pautas de conductas que le son propias; habría , por tanto, una identidad psicoanalítica que no podrá menos que verse reflejada en la persona del analista. Tales definiciones suponen que la personalidad del analista deviene instrumento de trabajo, de allí la urgencia por una integración que ha de ser, necesariamente, identitaria: el psicoanálisis demandaría una persona en el lugar del analista, cuyos rasgos vendrían asimilados a una serie de atributos positivos: adecuación, serenidad, madurez, transparencia… Pero similar lógica determina, por otra parte, el prototipo de psicoanalista comprometido, el cual, hace de la teoría un instrumento de cambio social promulgando un psicoanálisis concreto, no disociado de la coyuntura política y, no pocas veces, encabestrado con el ideal revolucionario. Dicha impostación, habrá de propiciar un analista con alto sentido pragmático, capaz de inspirar transformaciones de diversa índole y dispuesto a escuchar el afuera del psiquismo individual.


Se trata, si se ha leído bien, de dos modelos devenidos clásicos u ortodoxos que, lejos de superarse son tributarios, ambos, de un embrollo epistemológico. Efectivamente, fetichizan la integración como criterios de cura; son dos sutiles teorías del aprendizaje: la una, prodiga adaptabilidad teniendo como único norte lo adecuado; la otra, se articula tras haber naturalizado su actitud frente al cambio. Emerge uno reaccionario y otro revolucionario, dos personajes puestos en una misma escena, analistas que se quieren congruentes y moralmente intachables a la hora de ser cotejados con sus respectivos marcos conceptuales; dos personalidades o identidades, en el sentido fuerte del término que habrán de acuñar, permanentemente, el proceso de la cura

Referencias


Etkin, G (1982) Psicoanálisis o psicoanalista. Cuadernos Sigmund Freud. El Discurso del analista. Vol. 9. Publicación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires.

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